domingo, 30 de enero de 2011

"Inscrita bajo sospecha": narraciones de la diáspora



Por Olga Connor
Mabel Cuesta leyó de su libro Inscrita bajo sospecha (Editorial Betania) en el Café Demetrio, en la última de las Tertulias de La otra esquina de las palabras, que dirige Joaquín Gálvez. Decidió leer, entre todos los cuentos, el de La tía Sara, sobre la foto de una tía que se fue de Cuba a ``la otra orilla'', mientras que la protagonista se quedaba en la isla pensando en la foto que representaba a la tía Sara y a esa otra orilla. Luego vendría el encuentro con la tía, o el desencuentro. También en la vida real de la tertulia Cuesta invitó a sus familiares residentes en Miami, algunos de los cuales la fueron a escuchar, y así se fue armando el tema de la discusión que cerró la tertulia.
En la introducción al libro, Odette Alonso, desde Ciudad de México, escribe en 2009: ``Una extranjera, una niña rechazada por su padre, una amante, una melómana, una viajera, una mujer al centro de la ira. Así son los personajes de Inscrita bajo sospecha, esta nueva colección de relatos de la escritora cubana Mabel Cuesta: caras de una misma moneda, pieles que esta mujer va mudando a medida que atraviesa fronteras y cambia de escenarios en una especie de dicotómica obsesión entre `ser alguien' y `ser nadie' ''. Alonso alude también a la búsqueda de identidad como hilo conductor de todas las acciones de estas protagonistas.
Les tocó a Ena Columbié y Juan Carlos Valls presentar las narraciones esa noche. Valls hizo una arenga poética desde la poesía. Columbié, a quien siempre se le ve como fotógrafa de todos los encuentros literarios, deslumbró con una crítica tan bien perfilada como sus fotos. Su presentación se puede leer en su recién inaugurado blog de crítica literaria El exégeta. Me interesó mucho que marcara el hecho de que los personajes de Cuesta ``son demasiado escurridizos, y se escapan haciendo cuantas trastadas se les antojan, cruzando en zigzag de la ficción a los caminos de la realidad y viceversa''. Son todas mujeres, por cierto, que ``se enfrentan a situaciones complicadas de zozobra y angustia, provocando --esencia obligada y olvidada-- que se acelere rápidamente nuestro pulso''.
Inscrita bajo sospecha, manifestó, es un libro del dolor y sobre el dolor, donde el dolor se regodea y duele. Dividió el libro en tres partes: la primera con cuatro cuentos iniciales de desarraigo y desconcierto; la segunda, una parada, una especie de limbo, donde se detiene el tiempo, para dar un salto a la conquista de la luz. La protagonista mujer ``ha encontrado un alma gemela en la que puede contemplar su propio mundo a través de otros ojos''. Al final, la catarsis, la etapa del desgarre, deshaciendo todas las huellas del dolor y los obstáculos contra su libertad.
Publicado originalmente en El Nuevo Herald

viernes, 28 de enero de 2011

Martí y la mansión infinita



 Por Joaquín Gálvez

En la vida y obra del escritor cubano José Martí fue decisiva la impronta que dejaron dos corrientes filosóficas de su época: el krausismo alemán y el trascendentalismo norteamericano. La primera se produce durante su primer destierro, en España; mientras que la segunda, en su larga etapa exiliar en los Estados Unidos. El trascendentalismo norteamericano, liderado por el filósofo y poeta norteamericano Ralph Waldo Emerson, se convierte en el complemento filosófico que necesitaba Martí para adquirir su cosmovisión latinoamericana; es decir, para entender y asumir el destino de su continente, urgido de una identidad política y cultural tras el proceso de descolonización española. Los escritos de Martí sobre Emerson y el poeta Walt Whitman,  figuras emblemáticas del llamado “American New Renaissance”, ponen de manifiesto la identificación del escritor y prócer  cubano con la escuela trascendentalista.

Cuando Martí llega a los Estados Unidos, en 1880, estableciéndose en New York, su reacción es de asombro al verse en una nación que ha entrado en una etapa de evolución política y económica. Elogia el grado de libertad individual del que goza el ciudadano norteamericano, así como su ardua laboriosidad, características inexistentes en los países hispanoamericanos. Sin duda, Martí ha arribado al nuevo rumbo de la humanidad. Vive en una nación que está disfrutando de la bonanza del naciente auge capitalista; sin embargo, a pesar de reconocer sus virtudes, entre las que destaca su constitución democrática y su nivel de civismo, en donde, a decir suyo, “cada individuo es dueño de sí mismo”, no repara en discrepar con la misma en dos aspectos: en primer lugar, en su marcado apego materialista, el cual consideraba un cercenador de valores tradicionales y espirituales; en segundo lugar, Martí ve con malos ojos las pretensiones imperialistas de los Estados Unidos y su amenaza para el destino de las incipientes repúblicas latinoamericanas y, en especial, para Cuba, que aún luchaba por independizarse del colonialismo español. Recordemos que, en 1847, los Estados Unidos había concluido su expansión hacia el oeste, apropiándose de territorios mexicanos, dada la necesidad de esta nación de expandir sus mercados comerciales. Dentro de este contexto, y con estos antecedentes históricos, ocurre el encuentro de Martí con la escuela trascendentalista de Concord.   

Dos de sus miembros, Ralph Waldo Emerson y Henry David Thoreau, devienen en figuras capitales ante el destino de su nación. A Emerson le concierne, sobre todo, los efectos de la sociedad moderna en el individuo, como resultado de su auge económico y la mecanización industrial, así como la búsqueda de una identidad cultural norteamericana, anteponiendo, como alternativa, el retorno a la naturaleza y la confianza de cada ser humano en sí mismo. Por su parte, Thoreau, además de coincidir con Emerson en el contacto humano con la naturaleza, se convierte en figura contestataria frente a la política imperialista de los Estados Unidos, y se niega a pagar impuestos, como acto de protesta, en contra de la ocupación de su país en territorios de propiedad mexicana. Este estilo de protesta es lo que hoy conocemos como desobediencia civil. 

La otra fuente importante, de la que bebe el pensamiento martiano, es la de la poesía de Walt Whitman. Sin ser un representante de la escuela trascendentalista de Concord, como lo fueron Emerson y Thoreau, el poeta de Manhattan despierta gran admiración en Martí por ser la voz más representativa de Norteamérica; la voz de la democracia, pero, a su vez, la voz de un ser cósmico, donde confluyen todos los atributos de la naturaleza.

Al adentrarnos en las páginas del ensayo Emerson, nos vamos convirtiendo en testigos de los puntos simétricos del pensamiento martiano con el emersoniano, tal como lo revela el siguiente pasaje:

Emerson ha muerto: y se llenan de dulce lágrimas los ojos. No da dolor sino celos. No llena el pecho de angustia, sino de ternura. La muerte es una victoria, y cuando se ha vivido bien, el féretro es un carro de triunfo. El llanto es de placer, y no de duelo, porque ya cubren hojas de rosas las heridas que en las manos y en los pies hizo la vida al muerto. La muerte de un justo es una fiesta, en que la tierra toda se sienta a ver como abre el cielo. (Martí, 236)

            La forma en que Martí nos describe la muerte de Emerson entroniza con su propia concepción metafísica de la vida, que tiene sus raíces en el espiritualismo krausiano, en el que el ser humano, por medio de una vida ejemplar, eleva su espíritu a un estado superior. De esta manera, Martí ve en Emerson un paradigma de esa virtud por la que el hombre puede trascender su inexorable encuentro con la muerte.

Luego Martí describe la relación de Emerson con la naturaleza:
Vivió faz a faz con la naturaleza, como si toda la tierra fuese su hogar; y el sol su propio sol, y él patriarca. (Martí, 236)

El escritor cubano nos trasmite las claves de la filosofía emersoniana, la cual aboga por un hombre que, en su convivencia íntima con la naturaleza, descubra su propio espejo espiritual, tal como lo postula Emerson en su ensayo Self-Reliance. El filósofo de Concord cree que cada ser humano debe despojarse de los atavíos que le han impuesto los credos y las instituciones sociales, y, de esta forma, encontrarse a sí mismo, llegar a ser su propia escuela y su propio guía espiritual. En su ensayo Nature, Emerson exhorta a los hombres a la observación sistemática de la naturaleza, como método de identificación de cada individuo consigo mismo. De ahí que crea más en el hallazgo ocular que en la indagación intelectual, pues ve en esta última un obstáculo para lograr una percepción más reveladora y trascendente de la realidad, como lo plasma Martí:

Lo que le enseña la naturaleza le parece preferible a lo que le enseña el hombre. Para él un árbol sabe más que un libro; y una estrella enseña más que una universidad; y una hacienda es un evangelio. (Martí, 242)

            Emerson buscaba, con esta aproximación del hombre a la naturaleza, una identidad cultural norteamericana que le permitiera distanciarse de la égida europea, constituida por sus raíces religiosas calvinistas, así como por una dominante huella en la literatura y las artes. El trascendentalismo, de hecho, constituyó un renacimiento cultural norteamericano, opuesto al influjo europeizante. Esa búsqueda de identidad cultural y política es una constante en el pensamiento martiano con respecto al destino de su continente, escindido por una mutilada cultura indígena, el predominio de la estructura colonialista de gobierno y el reto ante la avanzada capitalista, encabezada por el vecino del norte. Martí valora la democracia norteamericana; pero no deja de refutar todo tipo de imitación extranjera en las repúblicas latinoamericanas, pues cree firmemente que éstas deben basarse en sus componentes autóctonos, que para él no era más que la creación de un gobierno que armonizara con la naturaleza de su pueblo.

Cuando leemos el ensayo sobre el poeta Walt Whitman, descubrimos el carácter análogo de la poesía whitmaniana con muchos de los planteamientos de Martí. El poeta de Manhattan, al que Emerson acoge como a un hijo, es el hacedor de una nueva poesía, reveladora de la fuerza desbordante de la naturaleza. Martí descubre en la obra y vida de Whitman la exégesis del hombre natural, que, en su comunión con la naturaleza, le da sentido a la vida y, por tanto, lo convierte en un ser relevante, como podemos constatar en el siguiente pasaje de este ensayo:

El ama a los humildes, a los caídos, a los heridos, hasta los malvados. No desdeña a los grandes porque para él sólo son grandes los útiles. Echa el brazo por el hombro a los carreros, a los marineros, a los labradores. Caza y pesca con ellos, y en la siega sube con ellos al tope del carro cargado. Más bello que un emperador triunfante le parece el negro vigoroso que, apoyado en la lanza detrás de sus percherones, guía su carro sereno por el revuelo Broadway. El entiende todas las virtudes, recibe todos los premios, trabaja en todos los oficios, sufre con todos los dolores. (Martí, 266)

Cuando leemos varios de los escritos martianos, podemos dar constancia de su empatía con la cosmovisión whitmaniana. En su ensayo Nuestra América, Martí hace una apología del hombre natural latinoamericano; es decir, del indígena, del campesino que cultiva la tierra y es explotado, del negro que fue arrancado de su matriz africana, para sufrir en continente ajeno los rigores de la esclavitud, pero que ahora forma parte de Nuestra América. Martí se apoya en la poesía de Whitman para reivindicar lo autóctono, así como la integración de los hombres humildes al proyecto de las repúblicas latinoamericanas. En la biografía de Jorge Mañach, Martí, El Apóstol, nos enteramos de las diferencias de Martí con algunas personalidades de la élite cubana, entre ellos los autonomistas, quienes temían una venganza de las personas de la raza negra, una vez lograda la independencia. En la misma biografía, Mañach nos relata la relación que se establece entre Martí y personas de clase humilde, como los tabaqueros de Tampa y Cayo Hueso. En la poesía de Whitman se consigna la voz de todo un pueblo, de la misma forma que en el discurso de Martí, Con todos y para el bien de todos, se proclama el carácter democrático del ideario martiano.

            En el ensayo sobre Whitman, Martí declara:

¿Quién es el ignorante que mantiene que la poesía no es indispensable a los pueblos? Hay gentes de tan corta vista mental, que creen que toda fruta se acaba en la cáscara. La poesía, que congrega o disgrega, que fortifica o angustia, que apuntala o derriba las almas, que da o quita a los hombres la fe y el aliento es más necesaria a los pueblos que la industria misma, pues ésta les proporciona el modo de subsistir; mientras que aquella les da el deseo y la fuerza de la vida. (Martí, 261)

Tomando como punto de partida estas palabras podemos entender el concepto martiano de la poesía y el arte en general. Martí, a quien el poeta nicaragüense Rubén Darío llamó “El Maestro”, y quien, junto al poeta mexicano Manuel Gutiérrez Nájera, ha sido considerado por los estudiosos fundador del Modernismo hispanoamericano, rompió con las estructuras del verso castellano, las cuales estaban regidas por las preceptivas del romanticismo de poetas como Espronceda, y el neoclasicismo. Martí, el poeta, conoce la poesía de los simbolistas franceses, de quienes aprende el recurso estético de captar imágenes que destilan hondo cromatismo, al igual que lo hicieron los pintores impresionistas en busca del hallazgo de lo instantáneo por medio del diálogo establecido entre los sentidos y el mundo circundante. Sin embargo, lo que diferencia a Martí de estos poetas es su propuesta metafísica, impregnada de espiritualismo y fortificada por la impronta trascendentalita durante su larga estancia exiliar en los Estados Unidos.

Martí es un poeta moderno,  pero su obra no es la  que mejor define al movimiento modernista en hispanoamérica,  como lo vino a ser la de Rubén Darío y la de su coterráneo Julián del Casal, por citar dos ejemplos, quienes llevaron a cabo una ruptura más radical, debido al enfoque puramente estético y la desvalorización de lo temático en sus obras, principalmente en lo concerniente al ser humano y su mejoría existencial. La obra de la mayoría de los poetas del Modernismo hispanoamericano es un despliegue grandilocuente de sonoridad y elegancia lexical, por donde transitan todo tipo de especie mitológica y ornamento medieval.

El poeta cubano, temáticamente, está más cerca de la escuela norteamericana que de la francesa. En su ensayo The Poet, Emerson menciona el papel que juega el poeta en su comunidad, como hombre representativo de la misma: “Entre los hombres parciales, el representa al hombre completo, y no nos da cuenta de sus riquezas, sino de la riqueza de la comunidad” (Emerson, 157). Este planteamiento entronca muy bien con el siguiente apotegma martiano: “el arte no es placer, sino deber”. En efecto, lo que hace que Martí sea un modernista atípico es su profundo compromiso con sus ideales, sustentados por una convicción ética-moral, que permanece en su obra, independientemente de la ruptura estética. 

El entiende que el mundo ha entrado en una nueva era y que el arte debe también transformarse; pero lo asimila, fundamentalmente, desde un punto de vista formal, sin romper su vínculo con una tradición humanista, enraizada en el conocimiento bíblico, en la filosofía grecolatina (Platón y Séneca) y en pensadores contemporáneos como Carlyle y Krauss. Por su parte, las dos promociones modernistas, tanto la finisecular como la de principios de siglo xx, son fieles depositarias del simbolismo francés, en las que predomina una preocupación formal, reflejando textualmente una imagen pesimista de la humanidad, en donde el hombre ha sido abandonado por Dios y queda a merced de las fuerzas inextricables de la naturaleza. Esta tendencia es precursora del arte contemporáneo, pues prescinde del concepto de lo absoluto que imperaba en el arte clásico. El modernismo latinoamericano era partícipe de un nuevo arte,  nombrado también "decadentista" y marcaba el comienzo de lo que el filósofo español José Ortega y Gasset denominó “la deshumanización del arte”. Si Martí es una salvedad dentro del movimiento modernista, es por su capacidad de asimilar lo novedoso del arte moderno, en este caso el francés, y fusionarlo con el tradicional, como parte indisoluble de su propia filosofía de la vida. Los trascendentalitas contribuyeron en gran medida a enriquecer esa visión. 

Martí, a diferencia de Emerson, puso su pensamiento al servicio de la independencia y el surgimiento de una nación. Por eso en su papel de líder independentista no obró como un político, sino más bien como un guía espiritual. En él lo literario y lo político formaban un mismo cuerpo, cuya columna vertebral era su mística, su pensamiento metafísico, razón por la que su ideario adoleciera de un programa definido sobre el futuro de Cuba. Su ética revolucionaria, que no dejaba de ser religiosa, en el sentido más puro de la palabra, y su idealismo, fueron impedimentos para que asumiera la realidad de su nación con sentido común, tal como lo hizo Sarmiento en Argentina, claro está, en diferentes circunstancias. En el código político martiano no echó raíces lo que ya en su tiempo era un método efectivo de hacer política, al mejor estilo florentino o maquiavélico: The Real Politic.

Al referirse a Emerson en su ensayo, Martí señala:

Era veedor sutil, que veía como el aire delicado se transforma en palabras melodiosas y sabias en la garganta de los hombres, y escribía como veedor, y no como meditador. (Martí, 241)

Sin duda, con estas palabras, Martí deslinda el modo de creación literaria emersoniana, que es compatible con el suyo. El trascendentalistas cree en la función reveladora del arte, y dicha revelación sólo se puede lograr a través de la agudeza ocular del creador. Martí y Emerson están unidos por el cordón umbilical del romanticismo de Carlyle, quien veía al poeta como un profeta, un místico.
 
Asimismo en el ensayo a Whitman, Martí acusa:

La Libertad es la religión definitiva. Y la poesía de la libertad el culto nuevo. Ella aquieta y hermosea lo presente, deduce e ilumina lo futuro, y explica el propósito inefable y seductora bondad del Universo. (Martí, 261)

Si Martí, al igual que Emerson, se identifica con Whitman, es por esa unión que existe entre el poeta y la naturaleza. Esta relación está despojada de todo dogmatismo religioso y de todo dictado elitista. Por eso, para Martí, la poesía de Whitman tiene el talante de los profetas bíblicos, y es la nueva religión, pues no está erigida por instituciones, sino por revelaciones: Dios es la naturaleza, y todo lo que emane de ella es puro, angelical. Es la sociedad la que ha corrompido, la que ha pervertido al hombre, al distanciarlo de la naturaleza, al insuflarle un concepto errado de la vida y el mundo. 

Es sabido que cuando Emerson conoció a Whitman no dejó de sentir cierta perplejidad pudorosa ante su desembarazo poético; mas le abrió sus brazos al reconocer que en el estruendo de su voz refulgía el espíritu de la naturaleza. Martí puede justificar a Emerson cuando nos confiesa:

Mide las religiones sin ira; pero cree que la religión perfecta está en la naturaleza. La religión y la vida están en la naturaleza. (Martí, 263)

Entonces es comprensible que el escritor cubano vea en Whitman al creador de un nuevo credo que emerge de la naturaleza, el cual engarza con su propia creencia en el hombre. La inclusión de todos los hombres en la república, en la nación que Martí sueña para Cuba, era ya realidad en la vida y obra del poeta norteamericano. Las alusiones más atrevidas o descarnadas de Whitman en torno a su sexualidad, o su reverencia a personas del vulgo, están cundidas de un optimismo, de una tolerancia redentora, donde el cuerpo y el alma se confunden, borrando el mínimo hálito de mezquindad y vicio, para así fundar una nueva fe en el hombre que vive en armonía con los principios de la naturaleza. De ahí que Martí, en el ensayo a Whitman, haga toda una apologética de su concepto de la literatura:

La literatura que anuncie y propague el concierto final y dichoso de las contradicciones aparentes; la literatura que, como espontáneo consejo y enseñanza de la naturaleza, promulgue la paz superior de los dogmas y pasiones rivales que en el estado elemental de los pueblos los dividen y ensangrientan.(Martí, 260)

Si la poesía de Whitman, a priori, puede causar rubor hasta en las mentes más desprejuiciadas, o menos condicionadas por parámetros religiosos, no puede considerarse la misma de decadentista. Martí halla en la poesía de Whitman los ingredientes unificadores de una nación, que son los mismos que él buscaba con esmero para la formación de la suya. La poesía del norteamericano fortifica la fe en los hombres, propone, unifica. La poesía de Martí es precisamente eso, aun en su optimismo más doloroso.

La estancia de Martí en los Estados Unidos fue decisiva para reafirmar su credo artístico-literario. Si los demás poetas modernistas se nutrieron primordialmente de la escuela francesa, para ejecutar una escritura que liberara al verso de la tiranía neoclásica y el romanticismo trasnochado, Martí fue consecuente con su criterio artístico y filosófico, y, por consiguiente, se nutrió hasta donde le pareció imprescindible de Francia; pero es en Norteamérica donde encuentra eficaz acicate para continuar una obra que demostró con creces que el contenido no está reñido con la forma.
 
De los trascendentalistas, especialmente de Emerson, Martí incorpora la forma breve y sentenciosa en su poesía, como lo demuestran los Versos sencillos. Si hacemos una comparación entre el poema de Emerson A Mountain Grave (Una montañosa tumba) y el poema XXIII de Versos sencillos, podemos corroborar dicha aseveración. En una traducción de Una montañosa tumba, leemos:

Me gustaría morir,
donde todo viento que barra mi tumba
vaya cargado de un libre perfume
impartido con la caridad de un Dios.(Emerson, 724)

Leamos, entonces, lo que rezan estos Versos sencillos de Martí:

Yo quiero salir del mundo
por la puerta natural:
en un carro de hojas verdes
a morir me han de llevar.(Martí, 177)

Ambos poetas se valen de la expresión breve y conceptual para vaticinar sus respectivos encuentros con la muerte. En ambos predomina la búsqueda liberadora de la naturaleza; sin embargo en Martí esa búsqueda se entrelaza con el sacrificio patriótico, como forma enaltecedora del espíritu en aras del deber cumplido:

No me pongan en lo oscuro
a morir como un traidor:
! Yo soy bueno y como bueno
moriré de cara al sol!(Martí, 177)

Asimismo, Martí participa con el filósofo de Concord en una nueva concepción religiosa, basada en la vida misma, pues encuentra su fundamento en la naturaleza como algo sagrado, virginal y revelador, despojada ya del pecado original y del dualismo cristiano. Emerson, quien fuera un pastor unitario, rompió sus nexos con la religión oficial y con los moldes del puritanismo calvinista, en busca de una religión del propio individuo, que le devolviera su verdadera libertad; y por ello trazó en la naturaleza una nueva ruta para el hombre, donde el bien y el mal, o el pecado original, desaparecieran. Por su parte, Martí también se va divorciando, paulatinamente, de sus raíces católicas, para alcanzar un credo universal, en el que persiste una esencia ética tradicional, pero que no responde a los dictámenes dogmáticos de la religión.
           
Martí, a diferencia de Emerson, puso su pensamiento al servicio de la independencia de su patria y al surgimiento de una nación. Por eso en su papel de líder independentista no obró como un político, sino más bien como un guía espiritual, empeñado en conseguir la unidad de todos los cubanos independentistas, para liberar a Cuba del yugo español y darle paso al nacimiento de una república. En él lo literario y lo político formaban un mismo cuerpo, cuya columna vertebral era su mística, su pensamiento metafísico, razón por la que su ideario adoleciera de un programa definido sobre el futuro de su nación. Su ética revolucionaria, que no dejaba de ser religiosa, en el sentido más puro de la palabra, y su idealismo, fueron impedimentos para que asumiera la realidad de su nación con sentido común, tal como lo hizo Sarmiento en Argentina, claro está, en diferentes circunstancias. En el código político martiano no echó raíces lo que ya en su tiempo era un método efectivo de hacer política, al mejor estilo florentino o maquiavélico: “The Real Politic”.

Lo planteado anteriormente es correlativo con el ensayo Whitman. Existe un contraste entre el hombre natural al que le canta Whitman y el que habita en Nuestra América. Los hombres naturales de Whitman van ganándose un espacio en la joven democracia norteamericana, bajo una estructura de poder constitucional que se iba afianzando política y económicamente. Esta sociedad, a diferencia de las latinoamericanas, era más homogénea, predominantemente anglosajona. En el ensayo Nuestra América, Martí manifiesta su anhelo de que las repúblicas latinoamericanas se erigiesen sobre los cimientos de sus elementos naturales; pero no llega a especificar cómo deben estar estructuradas políticamente, criticando, inclusive, a aquellos gobiernos latinoamericanos que imitaban fórmulas norteamericanas y europeas.  Como consecuencia de su idealismo, Martí se vio imposibilitado -o estuvo renuente- a presentar un proyecto concreto para su América; es decir, una vez más le faltó -o no apeló- el sentido común para hallarle una solución viable o pragmática a los problemas sociopolíticos de su continente.

Tanto Emerson como Martí son pensadores con una visión universal, vista a través de sus respectivos pensamientos metafísicos. Por eso fueron predicadores de una mística de contenido ecléctico, a la que le añadieron también elementos de las filosofías orientales, como el hinduismo y el budismo. Este eclecticismo puede considerarse visionario, ya que en nuestro mundo postmoderno el llamado pensamiento de “La Nueva Era” comulga con esa misma visión de la vida.

Podemos, entonces, resumir que Martí y los trascendentalistas, sin proponérselo, fueron precursores de una mística y una forma de vida alternativa ante los efectos mecanicistas de la modernidad en el hombre y su imperante vida urbana. Esa alternativa, de aparente refugio, es nuestra mansión infinita: la naturaleza, el universo.

Bibliografía
Emerson, Ralph Waldo. Ensayos. Ciudad México: Editorial Porrúa, 1990.
Emerson, Ralph Waldo. The Select Writings of Ralph Waldo Emerson. New York: The Modern Library, 1992.
Mañach, Jorge. Martí, El Apóstol. Madrid: Espasa Calpe, S.A., 1942.
Martí, José. Antología mínima. La Habana: Editorial de Ciencias Sociales, 1972.
Whitman, Walt. Leaves of Grass. New York: The New American Library of World Literature, Inc., 1964.


Un extracto de este texto fue publicado en el blog Cuba Inglesa

miércoles, 26 de enero de 2011

Neo Club: El Club de Autores



Neo Club es un proyecto digital abierto. Los autores que aparecen en esta página no conforman un Consejo de Redacción tradicional ni responden a una línea editorial prefigurada. Simplemente, confluyen en un espacio de autogestión plural e interactivo: Neo Club.

Neo Club apuesta por una nueva forma de hacer periodismo y promover la cultura, afincada en la iniciativa individual, la frescura y la innovación. El Club de Autores está abierto a todos aquellos profesionales con un compromiso de trabajo concreto, orientado a hacer crecer la página y beneficiarse de ella, desechando la rigidez editorial habitual en la mayoría de los medios hispanos.

Para más información, los interesados en pertenecer al Club de Autores de Neo Club pueden escribirnos al email: neoclub@neoclubpress.com

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lunes, 24 de enero de 2011

La balada de Manny y Miami


 Por Jorge Posada


Cada vez leo menos. El lector voraz que en una época y en La Habana fui (leía en la guagua, en el trabajo, en la playa, en la casa y recuerdo haberme leído de un tirón Santuario, de mi admirado William Faulkner, en el tren lechero que me llevó a Camagüey) ya ha empezado a desaparecer. Hace cuarenta años, la única ventaja que tenía el socialismo sobre el capitalismo era que la vida era tan miserable, había tan poco que hacer y el aburrimiento era tan grande que uno se encerraba a leer y se volvía culto sin ser libre. Entonces leía indiscriminadamente. Lo mismo obras maestras como Fiesta, La montaña mágica o El Aleph que bodrios intragables como Sacchario, de Miguel Cossío Woodward, Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano, o La última mujer y el próximo combate, de Manuel Cofiño (y si digo sus nombres es para odiarlos mejor): leía todo lo que caía en mis manos.

Eran los excesos de tener veintipico de años y querer abarcarlo todo; de provocar tímidamente a las autoridades con una melena y un bigotazo, un pantalón estrechísimo y una camisa de mil colores; de ir al cine cinco veces a la semana y de beber ron peleón y cerveza mala hasta emborracharse. Ahora, con 63 años en las costillas —y también en los pies y en el alma— me he vuelto más fresco y sosegado, como Baby Doll. Ya no disparo al tiro al blanco con un shotgun. Veo las películas en la comodidad de mi casa, en un televisor LCD de 42 pulgadas y en Blu-ray, bebo cerveza belga y bourbon con un poco más de mesura y selecciono mejor los libros. Suelo repetir en tono de broma algo que algunos de mis amigos saben que es verdad: a estas alturas de mi vida cambio cinco DVD’s de Bergman, Godard o Antonioni por uno de Bruce Willis. Con los libros me pasa lo mismo, y no creo que vuelva a leer nunca más Canta la hierba, Un mundo feliz o Paradiso, por muy geniales que sean de acuerdo con los expertos.

Sin embargo, no he dejado de descubrir algunos libros nuevos con dilecta pasión. Uno de esos últimos títulos es Descansa Cuando te Mueras, la novela de Manuel Ballagas, publicada en el 2010 por Lulu Press. Todavía con la tinta fresca.
   
Se trata de un libro lenguaraz y sutil a un tiempo; una serie de narraciones ingeniosamente fragmentadas que logran su coherencia por las peripecias del narrador o hablante, Manny, un emigrante que llegó hace poco a Miami y que trata de abrirse paso vendiendo televisión por cable y sobreviviendo en una disparatada Corte de los Milagros donde abunda el sexo y la sordidez, las cervezas, las broncas y las puñaladas. Son historias llenas de peligros, promiscuidad y definitivamente tragicómicas que se leen con ganas y en estado de crispación, con deseos de avanzar otra página más; una crónica absurda y triste y a la vez cargada de humor (anglicismos como efichen, fudestán, friqueao, foquin y modefoca son un verdadero vacilón) y que la cáustica mirada de Ballagas radiografía con irónica inteligencia junto a sus innúmeros personajes hasta terminar convirtiéndose en parte cómplice del lector.
 Aunque muchos han mencionado al americano Charles Bukowski y al cubano Pedro Juan Gutiérrez —dos narradores abiertamente admirados por el autor— Descansa Cuando te Mueras también remite a algunos textos de la picaresca española, a más de una novela sucia de Henry Miller y a ciertas pesimistas páginas de Louis-Ferdinand Céline en tanto que narra el despertar de sentimientos dormidos, cuenta sobre vidas pequeñas que intentan escapar del mundo irracional en que se han metido.
Descansa cuando te Mueras es un libro atormentado que merece figurar, junto a Crónicas del Mariel, de Fernando Villaverde, y La vida en pedazos, de Santiago Rodríguez, entre las mejores narraciones escritas sobre Miami.
    
Ballagas ha captado el extraño esplendor de la vida que alguna vez fue y que únicamente permanece vivo en la literatura; sabe que hay que escribir contra el fracaso del instante para sólo así recuperarlo del vertiginoso ayer; siempre en busca del tiempo perdido. Eso hizo espléndidamente y como nadie Marcel Proust un autor que, sin remedio, vuelvo a leer un poco todos los años.

Cortesía de El diletante sin causa, blog del escritor Roberto Madrigal

sábado, 22 de enero de 2011

El bolero de Selis



Por Armando Añel
 Ediciones Itinerantes Paradiso (EdItPar), la editorial que dirige el escritor y crítico Ignacio T. Granados, vuelve a sorprender a sus fieles con una propuesta novedosa, diferente. Diferente, porque nos presenta a un poeta inédito en la ciudad, y a una poesía que asume sin complejos su atrevimiento y su llaneza, la subversión de los cánones formales a través de los que discurre la lírica cubana actual.  Novedosa, un poco por lo mismo, pero en otro orden de cosas: En Loco (Miami, 2010), el cubano Leo Selis trova más que escribir, se lamenta y se complace, hace algo “distinto y diferente”: se canta y se celebra a sí mismo con desparpajo y lucidez.
Hay poemas y poemas en este libro de atractiva portada e inusual tipografía. Por ejemplo, en Carta peligrosa a mi madre en La Habana, tal vez la pieza más lograda del cuaderno, Selis alcanza registros seductores, en los que el amor filial exuda empatía: “Óyeme bien madrugada, detente un segundo/ya sé que te marchas, pero ahora/que estoy despierto debo hablarte/pues no quiero que recorras el mundo/desconociendo que mi madre/es la sabiduría”. Y en Géminis roza el haiku, regodeándose en la certera brevedad: “Uno de ellos:/el que ayuna y llora/lleva en sus hombros/al que ríe y come/Qué forma más rara/de compensación”. Pero en general en Loco predomina la poesía amatoria, acompañada, en ocasiones, por la denuncia política o la desafiante nostalgia del exiliado: “Mi patria/ni siquiera será la tierra/que esconderá mi cuerpo/de la vida…”.
A caballo entre el romanticismo de un Buesa y la inmediatez de la poesía conversacional más expedita, en los poemas de Leo Selis, como ya he insinuado, no hay espacio para tecnicismos, regodeos o elaboraciones más o menos intrincadas; tampoco para los afanes de una “crítica especializada” que seguramente no sabría muy bien qué hacer –qué decir—ante este libro a ratos postmoderno, a ratos folclórico. En los textos de Loco la palabra transcurre diáfana y decidida: popular, pasional. Como bolero en vitrola. 

Cortesía de dirtycity

viernes, 21 de enero de 2011

Las palabras en el borde del tiempo



Por Reinaldo García Ramos

Según todo parece indicar, hay dos maneras básicas de ubicar un poema en relación con el momento de su composición: tratar de circunscribirlo a su hora, a su momento exacto, con lo cual el decursar de las imágenes adquiere una vinculación necesaria con lo que el autor padecía o disfrutaba en el instante de la escritura; y, en el otro extremo, opacar o desatender esa vinculación, o disfrazarla, considerando el texto una entidad atemporal, de valor absoluto, desligada del aquí y del ahora, y tal vez más cercana a lo eterno.

En la primera opción entrarían los autores que se sienten más ligados a su panorama tangible, más inmersos en el azar de los desastres y alegrías que han afectado directamente al individuo que escribe; en la segunda, los autores que buscan resguardarse en valores más abstractos y no quieren referirse explícitamente a sus vivencias inmediatas, sino extraer de ellas versos menos circunstanciales. Desde luego, hay formas híbridas que buscan ubicarse en puntos intermedios, pero que casi siempre terminan revelando su inclinación más o menos pronunciada hacia una de esas opciones.

En lo que respecta a esas dos posibilidades, el poeta José Abreu Felippe, nacido en La Habana en 1947, ha adoptado una actitud particular para entregarnos su más reciente libro, con el cual obtuvo el Premio de Poesía Gastón Baquero del año 2000. El nuevo poemario, El tiempo afuera [1], contiene textos que están rigurosamente fechados y que fueron escritos a lo largo de 23 años (entre 1976 y 1999), pero que no aparecen en su orden cronológico, sino que saltan en el tiempo, como las notas de una polifonía más agresiva. De hecho, tres poemas, dos escritos en 1977 y uno en 1976, los más antiguos, son los últimos del libro, como para subrayar una inversión del orden cronológico usual.

Y si bien el poeta eligió ciertos temas que se refieren a determinados hechos de su vida inmediata, éstos no imponen un carácter factual y llano a los poemas, sino que los proyectan en un sistema de reflexiones y conclusiones en que esos hechos buscan sumarse a un discurso más trascendental. Como si el autor creyera en su propia forma de atemporalidad, en la que estén presentes determinadas acciones que han moldeado su vida, pero sólo para tratar enseguida de captar la resonancia de esas acciones en un sistema de apreciaciones generales.

Esa especie de dispersión cronológica también ha estado presente en la forma en que este autor ha presentado hasta ahora el resto de su obra poética [2]. Comenzó a publicar esa obra, desde luego, después de su salida de Cuba en 1983, pero su primer poemario publicado en el exilio fue Orestes de noche[3], que en realidad era el segundo libro de poemas que había escrito (aparece fechado en 1978). Siete años después, sale a la luz Cantos y elegías[4], escrito dos años antes de Orestes de noche. Aunque esto pudo haber sido simplemente el resultado de las dificultades habituales con que tropiezan los poetas cubanos exiliados para publicar sus obras, es posible que el autor haya captado de antemano las preguntas que los lectores y los críticos podrían hacerse al respecto. Para ese aparente desasosiego, el nuevo poemario propone una solución casi lúdica: recoge textos que fueron escritos durante todo ese largo lapso de 23 años, y los presenta en un particular desorden, como para anular la trascendencia de las fechas en lo que respecta a la continuidad de la labor poética. Si eso fuera así, la revelación de las fechas de composición de cada poema al final del texto respectivo supondría cierta actitud irónica, o un modo ambiguo de subrayar la relatividad de esas mismas fechas.

Pues lo fundamental, y no está de más subrayarlo ahora, se revela en los poemas mismos, no en los ordenamientos que haya querido darles su autor. Por eso, habría que destacar que, sea cual sea el orden o la fecha de cada texto, es indudable que Abreu Felippe decidió poner en este último libro los poemas que él consideró más sólidos (31 en total) de los que escribió y guardó, inéditos, durante esos 23 años. Sobre esa base, es fácil apreciar que en este volumen el autor define en términos más exactos sus intereses temáticos y agudiza con acierto sus recursos expresivos. El nuevo libro tiene una sostenida nitidez estilística.

Muchos de esos intereses temáticos se anunciaban ya en sus libros anteriores (la nostalgia de una juventud sensual en su país natal, el amor, incluido el amor filial, la caducidad de ciertas posesiones), pero adquieren en este volumen contornos más inequívocos y dramáticos. En muchos casos, esos temas reaparecen redefinidos por determinados hechos más recientes. Entre esos hechos, mencionemos la llegada del poeta a Estados Unidos desde España en 1987 y el enfrentamiento con las manías de consumo norteamericanas y con la vacuidad de ciertos modos de vida urbana derivados de esas manías, y sobre todo, la pérdida en condiciones trágicas de su madre, la desaparición del padre, la crisis de los balseros cubanos en 1994, el pavor ante la vejez, etc.

A modo de ejemplo, sigámosle la pista a uno de esos temas, y tratemos así de ver si esta obra poética ha cobrado esplendor y continuidad a lo largo de estos años, o ha alterado sus rumbos, aspectos y dimensiones. Elijo tal vez el tema más ferviente y doloroso del libro: la orfandad, la percepción luctuosa de la existencia tras la pérdida de la madre en condiciones trágicas, y la presencia que ese hecho cobra entre los aspectos restantes de la vida y entre las imágenes del discurso personal del autor.

Es curioso que en Cantos y elegías, libro que el autor había escrito en Cuba a los 29 años, hay un hermoso poema en que éste presiente la pérdida de su madre, pero pide que ese hecho se manifieste dulcemente, "así como tan tierno su pelo / bajo mi mano cede". Pero en medio de esa dulzura, un corrientazo nos alerta súbitamente sobre el "desconcierto que ya nos acompaña", pues el poeta sospecha también que la muerte de su madre ocurriría "inesperadamente, y se caiga como suelen los árboles".

Más adelante, en su segundo libro (Orestes de noche), el poeta parece reiterar esa comprensión magnánima de la caducidad ("sólo la pérdida es eterna"), pero esta vez vislumbra el aspecto regenerador de esa condición, que se revela en una continuidad menos anecdótica. En uno de los poemas memorables de ese volumen (Museo Nacional), el autor recorre los fríos pasillos atiborrados de obras de arte, descubre súbitamente la presencia de una forma desconocida de muerte en esas "cosas", objetos presuntamente inmortalizados por la voluntad artística, y siente la nostalgia de la vida real, que ha quedado afuera, cuando nos dice:

Y pienso que la muerte que hay en la vida
sobrevive a la vida, que las cosas que creemos
salvar no son más que muerte, mínimas muertes

Esa especie de sensación rimbaudiana de verdadera vida afuera, en otra parte, cobra en el nuevo poemario dimensiones mucho más delineadas, pues la pérdida de la madre sale del marco especulativo-filosófico y entra de lleno en el reducto estridente y sangriento de los accidentes cotidianos:

Ella acerca su cara y me da un beso,
dice cuídate.
Luego sale a la calle y la aplasta un carro.

En su permanencia luctuosa en el mundo, el poeta siente que la verdadera existencia (la compañía de su madre o, en otro campo temático vinculado a éste, la compañía de su padre) está afuera, y que el cuerpo palpable del poeta y sus emociones han quedado encerrados, ateridos asfixiantemente en el tiempo de adentro, el tiempo de la pérdida y la abulia y la alienación, no el tiempo en que ocurre con indiferencia la vida de los demás:

La noche
no era como la muerte de su madre rota contra el asfalto.
La noche
estaba más allá de él, fuera de él, y tenía la música.

Esta asimilación de hechos trágicos en términos poéticos y este acercamiento directo a la rudimentaria realidad circundante, en la que los objetos y los seres humanos parecen subrayar su ajenidad y desconocer el dolor del poeta (pues tienen "la música"), se observa también, como es de esperar, en relación con otros temas (por ejemplo, la desaparición del padre, o la familia reunida ante la avalancha de objetos impersonales durante las Navidades fuera de Cuba), pero se agudiza sobre todo en los poemas escritos en los años 90. Esos poemas constituyen la mayor parte del libro (hay sólo cinco escritos en los años 80 y tres sonetos compuestos en 1976 y 1977) y son los que revelan, a mi modo de ver, el carácter singular de este libro con respecto al resto de la obra del autor.

En estos textos, el poeta ha abandonado ya definitivamente las declaraciones filosóficas generales que daban el tono más armónico y constante a las páginas de Orestes de noche (en las que el discurso estaba casi totalmente al servicio de una reflexión trascendente enmarcada entre imágenes de escueto lirismo, al estilo de Rilke[5]) y que también estaban presentes, aunque de manera más despojada y suave, en los Cantos y elegías. Ahora, el poeta quiere hablarnos en términos mucho más directos y meterse en la realidad fragmentada de su exilio sin abandonar su perplejidad ni su nostalgia; busca reflejar en sus versos una crueldad concreta y visible, y elaborar una especie de crónica ferviente de la inmediatez. De ahí que su expresión cobre, a mi modo de ver, una resonancia mucho más contemporánea.

Ese ingrediente contemporáneo alcanza una intensidad deslumbrante en el grupo de poemas que escribió en 1994, a raíz de la llamada "crisis de los balseros", durante la cual miles de cubanos se lanzaron al estrecho de la Florida en rústicas embarcaciones improvisadas para llegar a las costas de los Estados Unidos. Gran parte de esos balseros pudieron llegar a tierras norteamericanas, otros permanecieron largo tiempo hacinados en la base naval de Guantánamo, y muchos –la cifra exacta tal vez nunca se llegue a conocer– perecieron en las aguas de ese estrecho cuando sus precarios medios de navegación sucumbieron ante la furia del mar.

El poeta nos entrega en este libro varios poemas que aluden a las dimensiones trágicas de esos acontecimientos (entre ellos, Balsas y Oración). De ellos, el que deja una huella más indeleble en el lector y más pavor siembra en su espíritu es también, a mi modo de ver, el mejor poema de todo el volumen (Canto a la Virgen), en el que Abreu Felippe resume con precisión el desconcierto y la estupefacción de todo un pueblo:

Voy a cerrar los ojos
porque no quiero ver los rostros desgarrados de mis hermanos,
la espuma que ya no sé si es lona o pez o soga
o bidones sellados o gomas a punto de estallar
y tiemblo el miedo de ellos.
Porque en estos tiempos ya no hay botes, sino balsas
y no son tres, sino miles los que te llaman.
Tú sigues siendo la misma.
Protégelos, madre.

Hay que saludar, pues, con sereno entusiasmo, estos poemas del desamparo filial y la orfandad irremediable, estos cantos de la impaciencia del exilio y el fragor de la huida y el despojamiento, que uno de nuestros buenos poetas ha entregado con temeridad y pasión. Son palabras salvadas en el borde del tiempo; como si se fueran a escapar de ese tiempo sin dejar de prolongarse en nuestros días confusos; o como si fueran a caer y quedarse en su hora, pero cargadas de ecos que habían dejado de existir. Saludemos, por todas esas razones y otras, este nuevo libro de José Abreu Felippe.

1 Editorial Verbum, Madrid, 2000, 56 págs. El jurado del Premio estuvo integrado por Felipe Lázaro, Pedro Shimose y Luis Antonio de Villena.
2 Abreu Felippe es también dramaturgo, narrador y crítico. Ha publicado tres volúmenes de teatro: Amar así (Miami, 1988), Teatro (Madrid, 1998) que reúne cinco piezas, y Tres piezas (Miami, 2010). Su novela Siempre la lluvia (Miami, 1994), que fue finalista del Premio Letras de Oro en 1993, forma parte de la pentalogía El olvido y la calma, integrada por Barrio Azul (Miami, 2008), Sabanalamar (Miami, 2002), Dile adiós a la Virgen (Barcelona, 2003) y El Instante (Miami, 2011).
3 Editorial Playor, Madrid, 1985, Colección "Nueva poesía", 64 págs.
4 Editorial Verbum, Madrid, 1992, 88 págs.
5.  Esto no impedía, que conste, la presencia en el libro de poemas excelentes, como el ya citado, o como el titulado "El camino de Mitilene".

Este domingo, presentación del poemario "Loco", de Leo Selis (Vídeo)


miércoles, 19 de enero de 2011

Abre sus puertas el Neo Club

lunes, 17 de enero de 2011

Fotos y palabras leídas por Ena Columbié en la presentación de Inscrita bajo sospecha, de Mabel Cuesta


















Mabel Cuesta  y el espinoso sometimiento a la pluma

Me he leído de un tirón el libro Inscrita bajo sospecha de Mabel Cuesta. Libro que se inscribe sin sospecha alguna, dentro de lo mejor de la nueva narrativa joven hispanoamericana. Seguramente en algún momento a Mabel la invadió el impulso humano de contar sus recuerdos; porque ese es un deseo febril de toda persona y por supuesto de los escritores, impulso desatado por el pánico a olvidar, y a que los otros no conozcan la verdadera historia. Lo que nunca imaginó ella, son los derroteros que con plena justicia han tomado esas narraciones; tan conquistadoras que ya ocupan un lugar preferencial dentro del mundillo literario.
Hay escritores controladores, aquellos que doblegan a sus personajes, permitiéndoles hacer únicamente lo que ellos les tienen predestinado; pero hay otros que no pueden llevar las riendas de esos protagonistas, son demasiado escurridizos, y se escapan haciendo cuantas trastadas se les antojan, cruzando en zigzag de la ficción a los caminos de la realidad y viceversa. Esos últimos son los  héroes de Mabel, los incontrolables, o mejor dicho las incontrolables porque todas son mujeres ¿o es sólo una? Personajes que nos enfrentan a situaciones complicadas de zozobra y angustia, provocando ––esencia obligada y olvidada–– que se acelere rápidamente nuestro pulso.
Una de las grandes virtudes del libro es la manipulación de la escritora con los hilos conductores que hacen posible lograr un buen engranaje. Con la precisión de un huso, ella va torciendo cada hebra ––la elegante sencillez del estilo, con la coherencia de los sentimientos, con la visión introspectiva del protagónico–– y devanando lo hilado, como si nos llevara de la mano a la salida de un túnel donde nos espera la luz, como si una voz apacible nos murmurara las historias al oído, voz exorcizada que revela ya sin angustia cada camino de dolor, porque dejémonos de nombres ligeros, Inscrita bajo sospecha es un libro del dolor y sobre el dolor, donde el dolor se regodea y duele.
Para analizar estas historias las estructuré en tres partes: una primera con los cuatro cuentos iniciales La Tía Sara, Inscrita bajo sospecha I, Vírgenes de Regla y Árbol de navidad. Esas son historias de desarraigo y desconcierto; ante la tierra, la familia, la niñez, la religión; también de desconocimiento y sospecha. Son cuentos de pesadumbre y desasosiego. La protagonista siente que no hay mucho más allá de lo que ya conoce. Envuelta en un existencialismo sartreano, percibe que ha sido lanzada al mundo siendo nada y que les serán difíciles las conquistas, que no hay rumbo cierto en su vida y que cualquier lugar del universo, incluso dentro de su propio país, le es ajeno, La ciudad de Camagüey y su eterno laberinto me resultan desconocidos; y mientras la incertidumbre y la sensación de desamparo la rodean ––y no sólo a ella, sino también al lector–– el silencio y la soledad como leit motiv persistente, se les acercan y son sus lacerantes aliados; que quién soy con mi biberón y mi silencio. Ella es una y muchas, a veces capitalina, otras veces provinciana, todas temerosas y solas, caladas de silencios y sombras.
Escrituras y Borradura marcan el clímax y lugar intermedio del libro,  que aunque no lo es matemáticamente, sí en lo que a situaciones y temas se refiere. Ellos son el limbo donde se detiene el tiempo, y también el punto que marca la diferencia; el lugar exacto para la estadía antes del salto dialéctico y lógico, donde la protagonista se desgaja de sus miedos, de sus amarres, de sus sombras y silencios, y se convierte en Diana la cazadora. Entonces va a la conquista de la Luz; porque sabe que en ella está su salvación He salido en busca de la naturaleza indefinida, de la mudez, enigmática en ti…Ha encontrado un alma gemela en la que puede contemplar su propio mundo a través de otros ojos. Y luego la catarsis, la etapa del desgarre, deshaciendo todas las huellas del dolor y los obstáculos contra su libertad. Y borré una a una las fronteras. Borré el mar y los túneles que atraviesan los estrechos. Borré nombre de países. No más distancia, no más agua sino el agua que sale de los cuerpos (…) Los mapas quedaron en perfecto estado de armonía. Y cuando no le fue posible borrar alguna huella, borró las causas que provocaron esa huella, para lograr dar el primer paso hacia su casa.
Después de la purga de todo lo irascible en su vida, cambios geográficos y hormonales estimulan a la protagonista a comenzar a transitar otros sentimientos, y aunque ella está marcada por una madurez existencial adquirida en la infancia a golpes de situaciones duras, Tengo cuatro años; pero sé de muchas palabras extrañas a los otros de mi edad, encuentra nuevas emociones que le permiten por fin abrirse al conocimiento de sí misma. Y se abre también a la reflexión coherente y a la iluminación que la lleva a ver con claridad el horizonte; iluminación como objeto en sí, personificada como Luz, co-protagónico que se roba la jugada en el libro. Es Luz quien la guía a la reflexión y al conocimiento verdadero de todos los por qué: Luz me ha mostrado el camino a la unidad…  Es Luz quien le ayuda a conocer cada uno de sus propios laberintos, a ir abriendo las puertas comunicantes. Luz irrumpe en ella, en sus recuerdos borrando las sombras, y le enseña que para cada dolor hay una cicatriz esperando, una marca de guerra que el tiempo habrá de enjabonar con indiferencia; En tierra extraña encontré a Luz y permití que acariciara cada vórtice de sombra.
Con la iluminación como aliada ya nada es igual, el personaje emprende un proceso reflexivo que determinará su futuro. No sé si ha sido sin proponérselo o fríamente calculado, pero Mabel se las arregla para sumirnos en unas marañas filosóficas existenciales difíciles de resolver, y con las que me imagino se ha divertido sabiendo que  jugaría a su capricho con nuestra psiquis.
Resueltos los principales problemas de sombra, silencio y soledad, vienen los otros cuentos ––más bien viñetas––  con otras situaciones desprendidas de las anteriores, más filosóficas tal vez, y que giran generalmente alrededor de Luz como iluminación y hogar. Cuando termina el último cuento De la ciudad, cae la estocada final como un augurio, obligándonos a preguntarnos ¿qué viene ahora? ¿Cómo se las arregló esta mujer para arrojarnos también a la luz?
El tiempo por fin es de ella, para ella y para Luz. Ella y Luz como prendedor y blusa, oreja y jazmín, cruz y pecho. Luz en sí misma como mano acariciadora, conocimiento y Libertad. Siempre la libertad como ventaja, privilegio, autonomía, y sobre todo como consuelo a la valentía de enfrentar con decoro el espinoso sometimiento a la pluma.
Palabras leidas por Ena Columbié en la presentación del libro Inscrita bajo sospecha, de Mabel Cuesta, y publicadas originalmente en su recién inaugurado blog de crítica literaria El Exégeta.